No fue hasta que había descendido
tres escalones del primer tramo de escalera (jamás usaba el
ascensor) que se percató de que algo no iba como debía. O como
solía, que para el caso daba lo mismo.
El habitual y absoluto silencio
imperante a aquellas horas de la mañana estaba siendo sustituido
aquel día por un sonido tan leve como inconfundible: el llanto de un
bebé. Se escuchaba lejano, y alguien con el oído menos fino no lo
hubiera percibido, pero Azul sí lo hizo.
No quiso darle importancia. “Los
bebés lloran”, se dijo. “No donde no hay bebés”, replicó de
inmediato otra parte de sí mismo, la más inquieta.
No, no había bebés en ninguna de
las casas vecinas. Nunca los había habido ni había visos de que
fuera a haberlos. Tampoco había, no obstante, nada de extraordinario
en lo que escuchaba. Se trataría de una visita o, por qué no, de
unos nuevos inquilinos que se hubieran instalado la noche anterior.
Eso había de ser, pese a que su retorcida intuición no se diera por
satisfecha con aquella explicación.
Sumido en estos pensamientos había
llegado hasta la puerta que daba a la calle, y fue al abrirla cuando
se topó con la segunda irregularidad de la mañana: había empezado
a llover.
Era cuanto menos inusual que el
tiempo cambiase de escasamente nublado a lluvioso en lo que uno baja
de un tercer piso a una planta baja, pero las excentricidades del
clima cada vez le sorprendían menos. Ésta en concreto no alteró su
tranquilidad de la misma forma que lo había hecho el llanto que
todavía escuchaba, pero sí que modificó ligeramente sus planes:
ahora tendría que recorrer el camino de vuelta para hacerse con un
paraguas.
Conforme subía los peldaños hacia
su casa, se percató de que el sonido que lo perturbaba se
intensificaba. Trató de seguir ignorándolo, preguntándose si los
padres de la criatura estarían haciendo lo mismo, y llegó de nuevo
junto a su puerta.
Introdujo la llave en la cerradura y
entró a por el dichoso paraguas, pero lo que encontró fue una
sorpresa que le heló la sangre. No tuvo más que dar un paso dentro
de su vestíbulo para darse cuenta: el inquietante llanto provenía
del interior de su propia casa. Pero, ¿cómo era eso posible?
Me gusta mucho tu frase: "Nunca los había habido ni había visos de que fuera a haberlos."
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